Ayer, tuvimos amigos en casa, un Gaja llegó a la mesa, al decantador, a la copa. En homenaje a nuestros invitados, porque ya he estado en el Piamonte con ellos, me paré frente a la puerta prohibida del pueblo montañoso de Barbaresco, donde el icono está en casa. No es accesible, no es accesible, como mucho se puede llegar a través de un interfono.
No me he ganado el derecho a hablar con el icono. En este caso, no soy lo que he sido toda mi vida profesional, un periodista, un periodista de televisión. No vengo de la televisión ni de ningún periódico. Simplemente vengo de mi casa y me quedo allí porque las imágenes de los sueños me pertenecen, a todas las personas, en realidad. En lo profesional, a menudo los persigues, en lo privado, sólo te detienes un momento para volver pronto a la vida cotidiana.
Así que ayer no era la vida cotidiana, era el día del icono. Y llegó como tenía que llegar. La vida cotidiana era más fuerte. Teníamos un buen Barbaresco en la copa, ya ligeramente degradado o digamos madurado hasta la moderación.
Equilibrado, se dice, incluso denso, se podría decir. Pero la potencia ha dado paso por completo a una elegancia que parece algo marchita, contenida en la tan citada "nariz de Barbaresco": bayas silvestres, regaliz, alquitrán y rosas. Las rosas tampoco son ya frescas, pero han conservado su estructura sedosa.
Como puedes ver, mi manejo del icónico Gaja tampoco es despreocupado. ¿He dañado ahora la pátina o la he puesto bajo una nueva luz? Dejo el juicio a otros, me vuelvo sobrio, objetivo: era un vino bueno, bien madurado, diferenciado, bonito. Nada más. Pero era un Gaja.