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No es fácil encontrar lo simple, lo ordinario, lo cotidiano, y ser feliz cuando lo hemos encontrado. Hace tiempo que lo hemos desterrado de nuestras vidas, buscamos lo extraordinario, lo único, lo especial y no nos damos cuenta de que lo especial se ha convertido entretanto también en algo común, al menos ordinario. Esta experiencia vital -por muy precoz que parezca- también se aplica a la búsqueda de los mejores, los más extraordinarios vinos. Estoy sentado en la terraza de un castillo, que hace tiempo que se convirtió en un museo, con un tiempo otoñal glorioso. Delante de mí hay un vaso de vino, más abajo hay un pequeño viñedo del castillo que ha sido replantado en los últimos años. No es un jardín de rendimiento, sino una reminiscencia de los tiempos en que el vino llegó a la zona. Pero todo está dominado por un paisaje abierto en el que los pueblos y las aldeas se anidan unos junto a otros y las colinas boscosas bordean el horizonte. Sobre ellos, el cielo azul, ligeramente bañado en niebla. De nuevo, me viene a la mente "beber vino en lugares hermosos", y añado espontáneamente: "beber buen vino en lugares hermosos".

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